domingo, 1 de febrero de 2009

La lucha de cases desde la identificación con la zahoria

(Desde el más allá, sonrojado y con una margarita en las mejillas Freud me sonríe picarón)


Cuando recién entré a la Católica venía impregnada de las teorías de género y del discurso feminista de mis profesoras de psicología. Menos mal que se me pasó. Estaba segura que entre las chicas de primer año de Letras iba a encontrar a una revolucionaria que se sintiera plenamente ofendida con el suicidio de Madamme Bovary o con la decisión de Simone de Beauvoir de antologar una y otra vez a Sartre, en vez de escribir sus propias cosas. Mentira, si hubiese encontrado una chica así, habría arrancado de ella por ñoña y engrupida. Lo que yo buscaba era una chica linda, que aún pareciera escolar y que su feminismo estuviera fundamentado en tomar la misma cantidad de cerveza que los hombres. Una chica así para seguir con mi recorrido por los bares de Santiago y no extrañar tanto a la Pau.

La justificación teórica la pongo para que mis padres (los nuevos, los originales me importan un comino) se sientan felices, porque si he de decir que me gustan las niñas, he de hacerlo con muchos conocimientos de por medio, para que el día que lean esto se sientan orgullosos de la educación que me han dado y para que vean que siempre pienso en ellos.

Como decía, en la Católica no había ninguna mujer que me valiera el feminismo. Así literalmente gracias a Dios me he curado. Hasta hoy, mientras hacía el almuerzo. No es que cocinar me parezca injusto, al contrario, es una de las actividades que más disfruto. Porque, por lo menos, tardo dos horas. Y tengo una escusa para no hablar con nadie y poder pensar, sin culpas. Porque me crié con mi abuela y de chica me convenció de que a los ociosos se los lleva el diablo. Luego vino Juan Pablo II y se cagó a mi abuelita, cuando dijo que el infierno, y por extensión, el diablo no existían. Por suerte, en esa fecha, ella estaba muerta, así se ahorró la desilusión. Retomo, por todo ese tiempo sin que me molesten me encanta cocinar.

Hoy cociné con mi mamá, porque mi papá tenía que acompañar a mi tata al médico y estaban apurados. Cuando estaban los platos servidos mi padre me elogió por lo rico de la comida, yo contesté que la había hecho mi mamá, y ella dijo que solo había picado la zanahoria y le había echado el agua. Pues bien yo había hecho algo parecido. Fue ahí cuando tuve una revelación. Las dos lo habíamos hecho, pero ninguna había creado lazos afectivos con la olla. Un, dos, tres por Marx y todos sus compañeros.

Se puede cocinar en serie sin identificarse con lo producido, como ha ocurrido desde la revolución industrial hasta ahora. Y como ocurre en los restaurantes con los ayudantes del chef. Que se limitan a preparar cosas por separado y gozan del prestigio del público, por su participación desapasionada. Las madres, en cambio, encarnan los sentimientos y la susceptibilidad que Freud tuvo la tan vapuleada ocurrencia de bautizar como histeria.

Pero piensen mis estimados lectores, (no voy a poner lectoras, porque me parece de mal gusto. Además en este contexto se puede leer con ironía y yo jamás me atrevería a jugar con la susceptibilidad de las chicas feministas que tal vez, algún día, voy a querer conquistar), una madre ve como se demoran diez minutos en devorar lo que a ella le ha tomado horas preparar, y créanme en un par de horas uno le toma cariño a las cosas. En un par de horas, se logra eso que Marx llama identificación.

Que después venga un pelafustán a encontrar sin sal tu creación, es como un ofensa a la persona misma, es una declaración explicita de guerra. Y esto sumado a los comerciales que enfatizan el cariño de madre por medio de la comida, hacen que uno se ponga histérica y quiera agarrar a escobazos al hijo hasta que se coma toda la comida. ¡Porque los niñitos en África no tiene que comer! Señora dueña de casa no use más ese argumento porque es una falacia. Que estén mal repartidos los recursos no incentiva el apetito, a no ser que a uno le de angustia y luego ansiedad. Y un consejo para que sea feliz, no tenga hijos, si los tiene y aún son chicos, cómaselos y mande a pedir un par de negritos y se acabó el problema, que no basta el Botox en los labios para ser como Angelina Jolie.

Entonces, viene Pardi, a decirme que toda la lucha feminista se reduce a no querer lavar los platos y a mi me da por reír. Y termino confesando que sí, que después de cocinar y de poner el autoestima en juego, toda la lucha feminista se reduce a no querer lavar los platos y a no querer recoger la mesa también. Pero es obvio que eso lo puedo reconocer jugando, porque, claro, yo he recibido educación, y no tengo que hacerme cargo de una familia, entonces mis dos horas de cocinar las puedo gastar en mí, pensando en que me compro ropa y zapatos. ¡Pamplinas! Pensando en Freud, el Marx y en un montón de hombres más que me parecen adorables, porque han pensado en los demás. Porque estamos cagados tenemos que vivir en comunidad, y cada vez que piense en mi, pensaré en mí acompañada de gente. Pensaré en mí buscando actividades evasivas para evitar hablar. Pensaré mí pensando en los demás y escribiendo obras del teatro del absurdo. Que es el único teatro de verdad.

1 comentario:

  1. puta mayo que eris pulenta, por eso eris mi amiga.
    yapo y cuando nos curamos raja rajúa?
    te amo

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